IDENTIDADES PERFORMÁTICAS: La metamorfosis infinita de Cecilia Paredes
Las prácticas artísticas contemporáneas basadas en la fotografía como herramienta de investigación estética y sociológica, advierten -cada vez con más fuerza- que el ejercicio fotográfico está a ratos más abocado a concebir engañosas estrategias de representación, partiendo de lo performático como punto de partida del hecho estético en sí. En virtud de ello, el travestismo de naturaleza discusiva y morfológica se afinca como operatoria de funcionamiento (auto)reflexivo que garantiza un cuestionamiento de los más rancios esquemas modernos. Esos que hallan en la antinomia excluyente un modo de ejercer el control. El modelo perceptivo prefijado garante de unas fronteras o lindes inamovibles entre realidad y ficción, entre lo verdadero y lo falso, entre el hecho real y su simulación, es enjuiciado por un amplio grupo de poéticas que apelan a la ambigüedad y a la imagen travesti, como eficaz método para el centramiento de la duda. De repente la veracidad, entendida como valor supremo de la fotografía en tanto
registro de lo real y copia legítima del mundo de afuera, es utilizada en su propia contra. El soporte fotográfico amplía así sus fronteras taxativas y se
desmarca de sus roles tradicionales.
En este sentido la obra de la artista de origen peruano -afincada en Philadelphia, aunque con una hoja de vida marcadamente nómada - Cecilia Paredes, es un claro ejemplo de cómo la autorrepresentación travestida adquiere una dimensión estético-cultural de relieve, en la medida en que ésta supone un auténtico ejercicio de posicionamiento de sobrada contestación social e incluso política . Su propuesta trasciende en mucho el horizonte de la superficie inmaculada de la foto, para fundar interrogantes en los planos del feminismo estético, en los del debate antropológico y
en el de las discusiones en torno a la ontología misma del medio: a sus funciones y estrategias de sentido. Cecilia es una artista de conceptos, por antinomias que justo su propuesta revisa y, por tanto, desarticula.
De inicio resulta prudente señalar que en la estructuración de su sistema narrativo, el cual se erige a partir de fragmentos de una aparente realidad
que es pura ficción, intervienen tres momentos que pudieran presumirse ajenos entre sí, pero que en el contexto de su poética actúan de un modo muy relacionado. Quiero decir con ello que Cecilia activa un modelo de operatoria estética que termina por combinar y hacer coincidir los momentos de: la performance, la autorrepresentación escenificada y el registro fotográfico definitivo, como estados permanentes de un acto creativo que comienza incluso mucho antes, con sus obstinados laboreos de recolección y exploración estética del entorno natural y sus intrincados intersticios y recodos .
Por esta vía, las acciones corporales que preceden a la fijación definitiva de la imagen, desvelan un protagonismo del yo, es decir de la propia artista que se expresa solo y en exclusiva a través de su cuerpo eternamente metamorfoseado a través de la búsqueda infinita de nuevas identidades. Desde tal concepción unitaria de base cosmogónica en la que la mujer artista es ave, almiquí, pulpo, pez, gárgola, mariposa y todo a la vez, en un tiempo de intensa y poética reconciliación, es oportuno señalar que su yo es plural y posmoderno, nada escéptico ni excluyente. En Cecilia no existe la orfandad de una de las partes, del fragmento, ni del todo. En cualquier caso lo que se sucede en cada una de las nuevas entidades creadas desde el collage y el préstamo, es un nuevo ser que disfruta con regocijo la expansión y la libertad que solo es abrazada cuando superamos los límites
culturales de nuestras anatomías, cuando burlamos las parcelas que antes han sido estrictamente diseñadas y definidas. El abandono a la integración de los complementarios mediante un gesto de justicia reconciliador que tiene mucho de erotismo en la búsqueda infructuosa de su evanescente objeto del deseo, es una de las razones de mayor peso poético en la obra de Cecilia . De inteligencia avispada y sensibilidad a prueba, Cecilia Paredes no es usada por el arte, sino que hace uso de éste, en tanto cuerpo discursivo eficaz, no para desvelar los perfiles de una “verdadera” identidad ficcionalizada, más bien para mostrar que la identidad es una construcción imaginaria que debe mucho a los procesos de mediaciones y condicionamientos culturales.
Quizás sea esta la razón por la que las infinitas configuraciones de sus yo, expandidos en las pieles de los otros, e inscritos en el espacio mutante de la fotografía, desean enfrentar el exiguo esquema de posibilidades representativas que ofrecen los paradigmas culturales contemporáneos, de los que la propia artista participa, más allá de toda reserva y abstención. En sus instantáneas no está Cecilia Paredes como ser que protagoniza desde la automirada narcisista el set de la representación; sino que descubrimos en estas láminas hermosísimas la puesta en escena de entidades que responden más a un impulso interior de honesta y deseada conciliación entre ser humano y medio natural.
Las suyas son nuevas construcciones identitarias que desde la belleza y el silencio contenidos en ellas, son capaces de ofrecer un modelo algo inédito de autorrepresentación, sin costuras y sin las barreras asfixiantes establecidas por las plataformas del deber ser. Es en esa colisión entre la automirada y la necesidad feroz del hallazgo de nuevas visiones complementarias, donde se localiza en su propuesta un momento casi litúrgico de interfase entre los muchos sujeto que habitan la obra y el propio yo de la artitas. Una especie de repliegue de identidades que permite establecer a un mismo tiempo varios frentes de emisión de discursos, y que le garantizan a Cecilia el privilegio de un diálogo cómplice (de varios niveles
de intensidad) con ella misma.
El silencio es en este sentido otro protagonista de lujo en sus obras. Existe un silencio que inquieta, plagado de sugerencias y signos, un silencio
convertido en sustrato no perceptible, en recurso fuertemente intuido y de carácter inexorablemente poético. Cualquier foto de Cecilia, incluso aquellas en las que la composición delata cierta apetencia neobarroca, advierte de la existencia de un silencio en el que pudieran estar contenidos muchos de los interrogantes que alcanzarían a explicar desde la razón los significados que apenas quedan irresueltos en el orden retiniano y en los asideros inasibles de la superficie fotográfica. De este modo visto, el silencio, la soledad, la quietud aparente de cada escena, actúan como elocuentes metáforas de un mundo contemporáneo donde la prisa y el exceso de retórica conducen al suicidio.
Sin abandonar una postura hedonista que nunca queda disimulada, como hacen otros que sí persiguen una cuestionable rentabilización de la belleza, sus obras se orientan hacia las prácticas de un tipo de exorcismo universal no necesariamente vinculado a fenómenos del campo religioso, y sí en cambio a ciertas exigencias de fundamento ético. Las alarmas ecológicas y los discursos demagógicos de protección medioambiental se disparan, mientras una artista de los márgenes construye hermosas metáforas que no por bellas dejan de ser prueba fehaciente de una realidad
transida por el canibalismo y la depredación.
Tales vínculos con estas preocupaciones sociales, tienen su correlato en la formulación de una simbología personal en el contexto de la obra. La
imagen antropomórfica y el enigma de la metamorfosis zoohoma, definen el centro hermenéutico en las piezas de Cecilia Paredes. El cuerpo de la artista se revela así como un set de furtivas simulaciones donde el hedonismo y el gesto erótico de la imagen, se trueca en profundidad cultural. Al metamorfosear su cuerpo Cecilia confiere una densidad a su superficie que termina por convertirle en dispositivo desbordado de alusiones semánticas. Su relación y mixtura a modo de collage con indicios de naturaleza morfogenética, consiguen aportar prefiguraciones poéticas de alto valor simbólico, que garantizan un reconocimiento desde el punto de vista de lo telúrico. De ahí en parte que la centralización del cuerpo trastrocando sus perfiles humanos, actúe además como zona de enfrentamiento y dilucidación entre el pasado y el presente, entre la realidad y la ficción, entre el mito y la historia.
La representación del cuerpo viene a ser entonces, y por sobre toda mirada de intenciones sexistas, un modo de intervenir desde el campo del arte en zonas e intersticios del imaginario colectivo, a donde no es a veces posible un acceso por medio de otros frentes de ánimo arqueológico, ni métodos del lenguaje. La imagen artística es aquí eficaz instrumento de indagación psicoanalítica, pretexto poético para una denuncia.
Cecilia visita, con la sutil gracia que le caracteriza, aquellos espacios nuestros en los que el animal ha dejado huella y puede intuirse el zarpazo de
su nueva embestida.
La exploración en los límites mismo del cuerpo y en sus relaciones zoohomórficas, hacen que éste se vea sometido a continuos cambios en los que las taxonomías y los lindes prefijados entre naturaleza y cultura quedan en entredicho. Lo que Cecilia realiza es una auténtica revisión de enunciados teleológicos y culturales en aras de expandir sus reducidos campos de entendimiento. Sus recorridos por el umbral de lo natural y lo metafísico, no son más que el modo de advertir y proponer cierta vuelta a un origen abstracto, un retornar a determinadas formas esenciales que en algún momento hicieron parte de nuestra existencia. Sus imágenes alcanzan a transformar la materia orgánica en verdaderas obras de arte, y el cuerpo en ellas se convierte en emblema de una existencia universal y cósmica, que pide a gritos una visión fractal, nada fronteriza ni aniquiladora de las múltiples identidades y perfiles que pudieran habitar en un mismo cuerpo. Trascendiendo sus fronteras y otorgándole la gracia y vitalidad del tropo, Cecilia se coloca en la altura del templo, cual gárgola nerviosa, a la espera de que el horizonte le revele nuevas presencias.
Andrés Isaac Santana.
Crítico y ensayista. Autor del libro Imágenes del Desvío. Corresponsal de ArtNexus desde Madrid y colaborado de la publicaciones Art.es y Atlántica
Internacional.
registro de lo real y copia legítima del mundo de afuera, es utilizada en su propia contra. El soporte fotográfico amplía así sus fronteras taxativas y se
desmarca de sus roles tradicionales.
En este sentido la obra de la artista de origen peruano -afincada en Philadelphia, aunque con una hoja de vida marcadamente nómada - Cecilia Paredes, es un claro ejemplo de cómo la autorrepresentación travestida adquiere una dimensión estético-cultural de relieve, en la medida en que ésta supone un auténtico ejercicio de posicionamiento de sobrada contestación social e incluso política . Su propuesta trasciende en mucho el horizonte de la superficie inmaculada de la foto, para fundar interrogantes en los planos del feminismo estético, en los del debate antropológico y
en el de las discusiones en torno a la ontología misma del medio: a sus funciones y estrategias de sentido. Cecilia es una artista de conceptos, por antinomias que justo su propuesta revisa y, por tanto, desarticula.
De inicio resulta prudente señalar que en la estructuración de su sistema narrativo, el cual se erige a partir de fragmentos de una aparente realidad
que es pura ficción, intervienen tres momentos que pudieran presumirse ajenos entre sí, pero que en el contexto de su poética actúan de un modo muy relacionado. Quiero decir con ello que Cecilia activa un modelo de operatoria estética que termina por combinar y hacer coincidir los momentos de: la performance, la autorrepresentación escenificada y el registro fotográfico definitivo, como estados permanentes de un acto creativo que comienza incluso mucho antes, con sus obstinados laboreos de recolección y exploración estética del entorno natural y sus intrincados intersticios y recodos .
Por esta vía, las acciones corporales que preceden a la fijación definitiva de la imagen, desvelan un protagonismo del yo, es decir de la propia artista que se expresa solo y en exclusiva a través de su cuerpo eternamente metamorfoseado a través de la búsqueda infinita de nuevas identidades. Desde tal concepción unitaria de base cosmogónica en la que la mujer artista es ave, almiquí, pulpo, pez, gárgola, mariposa y todo a la vez, en un tiempo de intensa y poética reconciliación, es oportuno señalar que su yo es plural y posmoderno, nada escéptico ni excluyente. En Cecilia no existe la orfandad de una de las partes, del fragmento, ni del todo. En cualquier caso lo que se sucede en cada una de las nuevas entidades creadas desde el collage y el préstamo, es un nuevo ser que disfruta con regocijo la expansión y la libertad que solo es abrazada cuando superamos los límites
culturales de nuestras anatomías, cuando burlamos las parcelas que antes han sido estrictamente diseñadas y definidas. El abandono a la integración de los complementarios mediante un gesto de justicia reconciliador que tiene mucho de erotismo en la búsqueda infructuosa de su evanescente objeto del deseo, es una de las razones de mayor peso poético en la obra de Cecilia . De inteligencia avispada y sensibilidad a prueba, Cecilia Paredes no es usada por el arte, sino que hace uso de éste, en tanto cuerpo discursivo eficaz, no para desvelar los perfiles de una “verdadera” identidad ficcionalizada, más bien para mostrar que la identidad es una construcción imaginaria que debe mucho a los procesos de mediaciones y condicionamientos culturales.
Quizás sea esta la razón por la que las infinitas configuraciones de sus yo, expandidos en las pieles de los otros, e inscritos en el espacio mutante de la fotografía, desean enfrentar el exiguo esquema de posibilidades representativas que ofrecen los paradigmas culturales contemporáneos, de los que la propia artista participa, más allá de toda reserva y abstención. En sus instantáneas no está Cecilia Paredes como ser que protagoniza desde la automirada narcisista el set de la representación; sino que descubrimos en estas láminas hermosísimas la puesta en escena de entidades que responden más a un impulso interior de honesta y deseada conciliación entre ser humano y medio natural.
Las suyas son nuevas construcciones identitarias que desde la belleza y el silencio contenidos en ellas, son capaces de ofrecer un modelo algo inédito de autorrepresentación, sin costuras y sin las barreras asfixiantes establecidas por las plataformas del deber ser. Es en esa colisión entre la automirada y la necesidad feroz del hallazgo de nuevas visiones complementarias, donde se localiza en su propuesta un momento casi litúrgico de interfase entre los muchos sujeto que habitan la obra y el propio yo de la artitas. Una especie de repliegue de identidades que permite establecer a un mismo tiempo varios frentes de emisión de discursos, y que le garantizan a Cecilia el privilegio de un diálogo cómplice (de varios niveles
de intensidad) con ella misma.
El silencio es en este sentido otro protagonista de lujo en sus obras. Existe un silencio que inquieta, plagado de sugerencias y signos, un silencio
convertido en sustrato no perceptible, en recurso fuertemente intuido y de carácter inexorablemente poético. Cualquier foto de Cecilia, incluso aquellas en las que la composición delata cierta apetencia neobarroca, advierte de la existencia de un silencio en el que pudieran estar contenidos muchos de los interrogantes que alcanzarían a explicar desde la razón los significados que apenas quedan irresueltos en el orden retiniano y en los asideros inasibles de la superficie fotográfica. De este modo visto, el silencio, la soledad, la quietud aparente de cada escena, actúan como elocuentes metáforas de un mundo contemporáneo donde la prisa y el exceso de retórica conducen al suicidio.
Sin abandonar una postura hedonista que nunca queda disimulada, como hacen otros que sí persiguen una cuestionable rentabilización de la belleza, sus obras se orientan hacia las prácticas de un tipo de exorcismo universal no necesariamente vinculado a fenómenos del campo religioso, y sí en cambio a ciertas exigencias de fundamento ético. Las alarmas ecológicas y los discursos demagógicos de protección medioambiental se disparan, mientras una artista de los márgenes construye hermosas metáforas que no por bellas dejan de ser prueba fehaciente de una realidad
transida por el canibalismo y la depredación.
Tales vínculos con estas preocupaciones sociales, tienen su correlato en la formulación de una simbología personal en el contexto de la obra. La
imagen antropomórfica y el enigma de la metamorfosis zoohoma, definen el centro hermenéutico en las piezas de Cecilia Paredes. El cuerpo de la artista se revela así como un set de furtivas simulaciones donde el hedonismo y el gesto erótico de la imagen, se trueca en profundidad cultural. Al metamorfosear su cuerpo Cecilia confiere una densidad a su superficie que termina por convertirle en dispositivo desbordado de alusiones semánticas. Su relación y mixtura a modo de collage con indicios de naturaleza morfogenética, consiguen aportar prefiguraciones poéticas de alto valor simbólico, que garantizan un reconocimiento desde el punto de vista de lo telúrico. De ahí en parte que la centralización del cuerpo trastrocando sus perfiles humanos, actúe además como zona de enfrentamiento y dilucidación entre el pasado y el presente, entre la realidad y la ficción, entre el mito y la historia.
La representación del cuerpo viene a ser entonces, y por sobre toda mirada de intenciones sexistas, un modo de intervenir desde el campo del arte en zonas e intersticios del imaginario colectivo, a donde no es a veces posible un acceso por medio de otros frentes de ánimo arqueológico, ni métodos del lenguaje. La imagen artística es aquí eficaz instrumento de indagación psicoanalítica, pretexto poético para una denuncia.
Cecilia visita, con la sutil gracia que le caracteriza, aquellos espacios nuestros en los que el animal ha dejado huella y puede intuirse el zarpazo de
su nueva embestida.
La exploración en los límites mismo del cuerpo y en sus relaciones zoohomórficas, hacen que éste se vea sometido a continuos cambios en los que las taxonomías y los lindes prefijados entre naturaleza y cultura quedan en entredicho. Lo que Cecilia realiza es una auténtica revisión de enunciados teleológicos y culturales en aras de expandir sus reducidos campos de entendimiento. Sus recorridos por el umbral de lo natural y lo metafísico, no son más que el modo de advertir y proponer cierta vuelta a un origen abstracto, un retornar a determinadas formas esenciales que en algún momento hicieron parte de nuestra existencia. Sus imágenes alcanzan a transformar la materia orgánica en verdaderas obras de arte, y el cuerpo en ellas se convierte en emblema de una existencia universal y cósmica, que pide a gritos una visión fractal, nada fronteriza ni aniquiladora de las múltiples identidades y perfiles que pudieran habitar en un mismo cuerpo. Trascendiendo sus fronteras y otorgándole la gracia y vitalidad del tropo, Cecilia se coloca en la altura del templo, cual gárgola nerviosa, a la espera de que el horizonte le revele nuevas presencias.
Andrés Isaac Santana.
Crítico y ensayista. Autor del libro Imágenes del Desvío. Corresponsal de ArtNexus desde Madrid y colaborado de la publicaciones Art.es y Atlántica
Internacional.
2 comentarios
Jordan Jumpman -
http://www.nikeairjordan.cc/jordan-jumpman-59/
Jordan Spizike -
http://www.nikeairjordan.cc/jordan-spizike-71/